Viento

Publicado en por carlos

 

Habían hecho casi 38° durante dos días seguidos y ahora el viento desatado era una nube marrón que estaba secando los jardines  y que había encerrado a todas las personas en sus casas, con trapos húmedos sellando puertas y ventanas, preguntándose acerca de sus vidas en ese lugar. Para Graciela las horas entre que su marido se iba a la empresa y regresaba, cuando el sol ya estaba bajando, se hacían difíciles de llenar, sobre todo en días así, en que no se podía ir a ningún lado sin cubrirse de tierra o incluso arriesgarse a la caída de un árbol o un poste. La televisión de alguna manera solucionaba parte del problema, pero esa tarde, durante el comienzo de los programas de la siesta, la señal de cable se había  interrumpido súbitamente dejándola helada frente a una pantalla pálida, nevada y siseante, -la novela- susurró angustiada, y clavó la mirada en el reloj de pared que hacía juego con las lámparas de pie. Desde que había llegado de Rosario, hacía ya cinco años, cuando a Gerardo lo llamaron de una empresa grande en el sur, había tratado de adaptarse al lugar, tan seco… y la gente igual... Tenía dos amigas con las que iba al gimnasio, pero desde hacía un tiempo ya no. El casamiento había cambiado algunas cosas y las salidas habían casi desaparecido, a Gerardo no le gustaba que saliera sola.

Con la mirada fija recorrió los canales. Su brazo extendido hacía un movimiento insidioso cada vez que presionaba el control remoto, como si estuviera disparándole a algo, casi de inmediato comprobó que todas las frecuencias estaban interrumpidas, el rostro joven afectó una delicada arruga en el entrecejo. No le agradaba decir malas palabras, aunque a veces cuando tenía sexo con Gerardo practicaba algunas porque a él, a Gerardo, le gustaba, sin embargo allí, en la soledad feng shui de la flamante casa, con el labio inferior levemente mordido dejó escapar  - la concha… -. Y cuando no había terminado de masticar la última sílaba, un golpe seco y ensordecedor en la habitación continua la sobresaltó con la boca entreabierta. Se recuperó al darse cuenta que había olvidado cerrar una de las persianas y el viento acababa de azotarla como si quisiera hacerla pedazos. Hacía calor y la siesta recién comenzaba, Graciela empezó a pensar cosas, a ponerse nerviosa, y algo triste… recordando a su mamá allá en Rosario, sus amigas verdaderas Majo y Jime, papá siempre  ocupado, incluso ahora que estaba jubilado tampoco había podido establecer un vínculo con ella, y entonces la distancia. Graciela miró un haz de luz que cruzaba el living desde una ranura en la ventana, y pudo observar cómo las motas de polvo brillaban al atravesarlo, la tierra estaba entrando a su casa, el viento estaba metiendo la tierra en su casa, en la cristalería, en el equipo de música, en los sillones color damasco, en la matra mapuche colgada en la pared… y en el enorme televisor de plasma, que seguía siseando pálido. Con gesto decidido buscó los elementos de limpieza y se puso a lustrar adornos de porcelana, portarretratos y la enorme mesa de vidrio del comedor. La casa limpia era una bandera de orden y de realización, su madre lo sabía, Gerardo lo sabía. Remojó los trapos bajo las aberturas, barrió el baño. Cada vez que volvía a pasar cerca del televisor veía que nuevas motas de polvo se habían depositado sobre su negra y brillante superficie, y lo volvía a lustrar con esmero. Afuera el viento zumbaba  furioso en los ángulos del alero de la propiedad, y podían sentirse las oleadas de arena chocar como una fina lluvia seca contra el techo y las ventanas. Había que barrer.

Pareció casualidad, pero justo después de vaciar la última palita de polvo en el tacho de basura de acero cromado y  tapa “pivot” alcanzó a escuchar un ruido en el lavadero, se quedó quieta. El ruido había sido como el sonido que hace un cuerpo al apoyar su peso en una puerta, no había sido fuerte pero había sido claro, caminó con cautela los cuatro metros que la separaban del origen del ruido, había empezado a gestarse un incipiente miedo en algún rincón de su mente, algo muy sutil, más bien una incomodidad que se ensañaba en la boca del estómago. La banderola del lavadero se había abierto y un remolino había empujado el estropajo, parado con la parte de la estopa para arriba, y lo había hecho caer dando un golpe amortiguado en la puerta.  ¿Por qué se había abierto la banderola?, casi debajo del lavarropas automático una pequeña hoja seca se movía con la corriente de aire, susurrando un rasguido contra el piso de cemento alisado estilo “factory”, se agachó para levantarla pero ésta se soltó y tuvo que corretearla unos segundos entre sus piernas, entre la pileta y la pared. Luego aseguró la banderola y pasó el escobillón, todo parecía estar en orden… pero cómo se habrá abierto? Pasó la franela sobre el lavarropas y salió del lavadero.

Una hora más tarde Graciela lavaba frenéticamente el piso, su remera de marca ahora lucía dos manchones mojados en las axilas. Estrujaba enérgicamente el trapo en el balde, lo pasaba por el piso con movimientos rápidos, se esforzaba en los rincones, vaciaba el balde en el inodoro, luego limpiaba el inodoro. Cada tanto paraba en seco y se quedaba escuchando atenta, pero solamente el viento presionaba ahí afuera, empujando arenisca como amenazas anónimas por debajo de la puerta que da al patio. Se asomó por la cortina del living para mirar hacia afuera, la siesta se había convertido en un monstruo de aire caliente y tierra volada que sacudía los árboles y cortaba cables y ramas a su paso. La alarma del vecino comenzó a sonar y se quedó escuchándola un instante mientras una gota de transpiración le rodaba por la mejilla, era una sirena lánguida que ululaba en la confusión del ventarrón, en días así era algo común que una ventana se quedara un poco abierta y una cortina aleteara hasta activar un sensor. Sin embargo Graciela sintió el miedo, un miedo nuevo que la hizo dejar el balde en el suelo, retroceder hasta la mesita del teléfono y acuclillarse junto a la misma en una clara actitud de amedrentamiento mientras marcaba el número de la policía, para comprobar aterrorizada que el aparato no tenía tono. Limpiar ya no era la solución. La alarma seguía sonando y la semana anterior habían entrado a robar en un departamento a dos manzanas de la suya. Por el rabillo del ojo le pareció ver una sombra fugaz en la ventana de la cocina, en su mente se preguntó por qué le estaba pasando aquello, por qué estaba sola en esa casa cada tarde, quién andaba ahí, por qué Gerardo no le había enseñado a usar el revólver que guardaba en el ropero… por qué un revolver en el ropero… Se acurrucó junto al sillón despeinada, mojada de sudor, el mentón le temblaba porque estaba segura de que alguien se acercaba por el pasillo, el viento era cada vez más fuerte y azotaba ramas contra las paredes exteriores de la casa pintada hace poco. Aunque no escuchaba ningún sonido de pasos y todas las entradas permanecían cerradas con llave estaba segura que alguien había entrado, sí… alguien se acercaba por el pasillo desde el baño, -quién es...!! preguntó sollozando, -Gerardo..?- y el silencio la hizo acurrucarse todavía más. Parapetada detrás del sillón grande pensó en gritar pero temió que nadie la oyera y que además su grito precipitara el ataque violento del intruso invisible al que imaginaba patizambo y malhablado, de tez oscura y ropa barata, quizás con gorra y tatuajes carcelarios, como los que veía en los programas de la noche, donde se hablaba todo el tiempo de la inseguridad. La chica de la limpieza si… debía venir mañana, quizás ella había ideado todo, conocía los horarios de la casa, sabía que ella se quedaba sola, no se podía confiar en esa gente… esa gente. Finalmente, ciega de pánico, arqueó su espalda y dio un codazo con toda su fuerzas en el grueso vidrio de la mesa ratona, haciéndolo trizas sobre la alfombra con motivos moriscos, junto a su pie quedó una astilla del tamaño y la forma de un cuchillo, la recogió de inmediato y se quedó ahí esperando, tensa, llorosa, mirando agitada hacia el pasillo, con sus dos manos aferradas al trozo de vidrio, goteando levemente con rojo los cerámicos tono marfil 108. Entonces, casi pegado a su espalda, un chasquido electromagnético trajo de nuevo la señal de cable tan misteriosamente como se la había llevado, y ahí apareció Jorge Andrés, sonriendo perfectamente mientras acariciaba el cabello de Anna, Jorge Andrés era incapaz de hacerle mal a nadie, era médico… y Anna, a pesar de la envidia de Diana, comenzaba a olvidar su triste pasado desde que estaba junto a él. Graciela giró despacio hasta quedar frente a la pantalla plana y se quedó mirando el rostro de aquél hombre perfecto y rubio mientras se enjugaba las lágrimas. El trozo de vidrio se deslizó por su mano y después por su regazo  hasta el suelo cuando Jorge Andrés y Anna se besaron. Durante la pausa comercial Graciela curó cuidadosamente su mano, se colocó una venda, barrió algunos vidrios y puso la pava para tomar un té verde. Afuera el viento parecía estar calmando.

fin

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